GESTIÓN EMOCIONAL, ¿QUÉ ES Y CÓMO LOGRARLA?

¿Alguna vez actuaste “tomado” por una emoción, lo que tuvo grandes costos para ti, pero a la vez, “no tuviste” otra opción, porque no sabías cómo gestionar lo que te estaba pasando? O bien, ¿te ha pasado que no sabes cómo se llamaba eso que estabas sintiendo? E incluso, peor aún, ¿ni siquiera sabías (y menos entendías) qué te estaba pasando?

Quienes me hayan leído anteriormente, sabrán que así como invito a mis lectores a la reflexión a través de preguntas, en muchas ocasiones extiendo esa invitación a observar el mundo emocional que les acontece y a actuar en conciencia de sus emociones y de los mensajes que estas traen, es decir, a gestionarse emocionalmente. Lo hago para promover estas acciones como dos herramientas que, a mi parecer, tienen un impacto positivo en el ser humano al “intencionar” nuestro retorno reflexivo y desarrollar una mirada crítica ante distintas situación que estemos viviendo. Asimismo, para entregar la posibilidad de auto-indagarnos para encontrar nuestras propias respuestas movilizadoras. Sin embargo, en el caso de la gestión emocional se requiere conocer algunas distinciones esenciales acerca del mundo emocional. Por ello, es en estas distinciones que deseo enfocarme hoy.

En ese sentido, me resulta relevante aclarar algunos aspectos básicos: primero, qué significa gestionarse emocionalmente y, segundo, distinguir desde ya que este concepto no significa en absoluto controlar el mundo emocional que nos acontece ni mucho menos reprimirlo, sino tomar conciencia de este para actuar, en consecuencia, con ecuanimidad para que nuestras acciones sean lo más asertivas posibles.

También,  quisiera agregar como contexto que la gestión emocional es una habilidad que, como la mayoría, requiere de tiempo y práctica aprender y desarrollar. Por lo tanto, mientras antes nos pongamos comprometidamente “manos a la obra”, antes también podremos comenzar a disfrutar de sus resultados.

Respecto a esta temática, quiero tomar como referencia el modelo que aprendí mientras me formaba en felicidad organizacional al alero de Ignacio Fernández, reconocido psicólogo chileno y autor del libro Felicidad Organizacional y del modelo que aquí les comparto, en el que plantea que una adecuada gestión emocional consta de al menos cinco pasos[1]:

  1. Detenerse para sentir la emoción.
  2. Ponerle nombre a la emoción.
  3. Identificar el mensaje (positivo) de la emoción.
  4. Dejar ir la carga de intensidad de la emoción.
  5. Reflexionar y decidir qué hacer con el mensaje que trae la emoción en el contexto específico en que estoy.

Por lo tanto, esta habilidad requiere, como un primer paso, tomar conciencia al menos de que “algo” nos está aconteciendo, tomándonos  una pausa para conectar con aquello que nos sucede.

Luego, un siguiente paso, consistirá en distinguir desde el mundo emocional qué es exactamente aquello que nos está pasando, para lo cual es clave darse cuenta de lo que nos está sucediendo tanto a nivel físico como cognitivo, para luego vincular eso a una determinada emoción que es necesario nombrar. Haciendo una analogía con el mundo empresarial en el que se dice que “lo que no se mide, no se gestiona”, desde el mundo emocional “lo que no se nombra también resulta difícilmente gestionable”. Es así que, mientras en el primer pasó decimos “algo” pasa, en el siguiente nos enfocamos en decir qué es ese algo. Por ejemplo, al distinguir que me siento más bien lánguida, que me muevo hacia la introspección y que tengo la sensación de haber perdido algo valioso, entonces podré darme cuenta de que me siento triste y podré nombrar, en consecuencia, la emoción de la tristeza. Al respecto, me parece importante complementar con que al decir nombrar me refiero al acto interno de identificar y que, por tanto, no necesariamente se traducirá en una conversación pública o algo que se haga a viva voz.

Un tercer paso luego de identificar la emoción que estoy sintiendo, es reconocer su mensaje, qué me dice esta emoción y por qué aparece. Mientras tanto, es relevante no dejarse llevar por el primer impulso de la emoción que estamos sintiendo, evitando así el desborde, el ímpetu excesivo y, en general, todos aquellos costos que comúnmente atribuimos a las emociones, que, sin embargo, son consecuencia de nuestra inadecuada gestión emocional. Tal como les comentaba en el artículo anterior acerca del miedo, las emociones no son ni buenas ni malas, ni positivas ni negativas, sino simplemente, así como respirar, son “mecanismos” que están al servicio de nuestra adaptación y subsistencia. Es en tomar conciencia de aquello y darse el tiempo necesario para lograr vincularnos con la emoción desde la ecuanimidad en que consiste el cuarto paso.

De este modo, una vez aquietado el éxtasis de la alegría, el arrebato de la rabia, la aprensión del miedo o cualquiera sea la intensidad de la emoción que me “toma”, podré dar un nuevo y quinto paso que tiene que ver con elegir qué hacer ya en conciencia de aquello que me pasa y para qué me pasa. Siguiendo el ejemplo de la tristeza, podría decidir llevar a cabo múltiples acciones; por ejemplo, hacer como si no me sintiera triste para sostener por un tiempo acotado mi presencia en un determinado contexto, dejar aflorar el llanto, o bien, reconocer que me equivoqué con aquello que hice y disculparme con ese buen amigo que se vio afectado por mi actuar.

Para evaluar que la acción que he decidido emprender ha sido asertiva y que he logrado una adecuada gestión emocional, será necesario, a la vez, evaluar si la acción ha sido idónea al contexto. Al respecto, manteniendo el ejemplo de la tristeza, dejar emerger el llanto para ser contenida en un contexto psicológico seguro en el que, además, técnicamente sea posible, puede ser una acción más asertiva que hacerlo en medio de una demostración de rally en la que yo soy el piloto que debe conducir a alta velocidad y maniobrando en trompos. Asimismo, no es el mismo contexto si yo soy el facilitador de un espacio versus si asisto como participante, o bien, si soy el piloto o el pasajero de un avión.

Observando la gestión emocional como un proceso de aprendizaje y, en ese sentido, comparándolo con aprender a conducir, podríamos decir que al principio es necesario pensar por partes, estableciendo cuál es el pedal de freno, el embrague o acelerador, entre otras muchas partes del vehículo. Asimismo, es necesario aprender qué pasos debo seguir, a qué debo estar atenta en la conducción y a reconocer los desplazamientos del vehículo, entre otros aspectos que en un principio requieren de mucho tiempo de práctica; además de hacerlo idealmente en espacios acotados donde lo riesgos estén minimizados y en compañía de alguien, hasta que pronto vamos incorporando todo, de modo que podemos sostener una ejecución automática, segura y efectiva.

Pareciera, entonces, que fuese una larga tarea y sí, sobre todo al principio requiere de tiempo, porque por lo general no nos educan para conectar con nuestras emociones, incluso, me atrevería a decir que, muy por el contrario, nos educan para desconectarnos. Por lo tanto, ya siendo adultos gestionarnos emocionalmente conlleva en muchas ocasiones un gran esfuerzo que implica, entre otras acciones, aprender a reconectar con las emociones y a silenciar los juicios que hemos aprendido respecto de estas. Por ejemplo que “las emociones no sirven para nada”, que “nublan el juicio” o que “las mujeres enojadas se ven feas” y que “los hombres no lloran”.

Entonces, si consideramos que este aprendizaje sucede en gran medida cuando ya somos adultos, ya que de niños poco y nada se nos enseñó acerca de nuestros mundos emocionales, entonces el desafío es mayor, ya que no tenemos entrenada nuestra plasticidad emocional, esa habilidad natural que tienen los niños para pasar de la tristeza que sienten por la partida de mamá a enojarse por la rabia que les genera un no y/o al miedo que les da la oscuridad y la alegría que les produce la llegada de la abuela. Todo lo anterior en menos de 10 minutos, como si “aquí no hubiese pasado nada”.

De este modo, el desafío es que tras el entrenamiento comprometido y constante la gestión suceda -tal como les digo metafóricamente a mis coachees- en un “micro segundo”. Sin embargo, más allá de enfocarnos solamente en el tiempo en que sucede, a mi parecer, la relevancia es enfocarse en el resultado. Esto, dado que una adecuada gestión emocional nos permitirá hacer de las emociones no solo mecanismos adaptativos de sobrevivencia, sino buenas amigas y consejeras, permitiéndonos tomar acciones cada vez más asertivas en la medida que seamos capaces de tomar conciencia de éstas, de reconocer su valioso mensaje y de actuar en consecuencia.

Volviendo al planteamiento de Fernández, y acotando la secuencia, podríamos llevar la gestión emocional a tres pasos, en los que (i) siento, (ii) pienso y (iii) actúo. Es decir, identifico qué me está pasando, tomo conciencia del mensaje y, luego, decido actuar.

Entonces, tomando como referencia el modelo de gestión emocional planteado y llevándolo a un mapa de preguntas que guíe nuestra toma de conciencia y autogestión, propongo auto-indagarnos mediante algunas interrogantes como:

  • ¿Qué me está pasando? Ej.: Me late rápido el corazón, estoy transpirando, no quisiera estar aquí,
  • ¿Cómo se llama esto que estoy sintiendo? Aquí, el desafío consiste en nombrar una emoción diciendo algo distinto a “siento lata” y con mayor profundidad que señalar que nos sentimos “bien” o “mal”. Al respecto, como una especie de set básico emocional, propongo mirar y nombrar preguntándonos si aquello que siento se relaciona con la rabia, la alegría, el miedo, la tristeza, la ternura o el amor, algunas de las emocionas que más comúnmente trabajo con mis coachees en sus procesos de coaching. Así, por ejemplo, sin ser expertos podríamos asociar, como lo hice en el artículo del miedo, que la ansiedad se vincula a esta emoción, al igual que la frustración se relaciona a la rabia, la melancolía a la tristeza o la euforia a la alegría.
  • Un siguiente paso sería preguntarse: ¿de qué da cuenta la emoción que estoy sintiendo? ¿Qué mensaje me trae? ¿Dado qué aparece? ¿A qué me mueve dicha emoción?
  • Luego, para tomar conciencia del nivel de intensidad que estoy viviendo y escuchar en función de esto si es momento o no de actuar, puede resultar relevante hacernos preguntas del tipo: ¿qué pasará si intento respirar? ¿Será necesario “conversarlo con la almohada”? ¿Será momento de actuar o de tomar una decisión en este mismo momento?
  • Una vez que hemos recorrido todo ese camino, finalmente pasar a una acción que sea un correlato entre lo que sentí, logré pensar y entender acerca de lo que me estaba pasando. Aquí, una pregunta relevante podría ser ¿Qué acción llevaré a cabo dado lo que estoy sintiendo?

Del mismo modo, para empezar un proceso de auto-entrenamiento en gestión emocional en el que, además, generemos un diagnóstico respecto al cual establezcamos una línea base en términos de las distinciones y mapas emocionales que manejamos, de modo de continuar ampliándolo, creo relevante hacerse algunas preguntas como: ¿qué emociones conozco? ¿Cuáles tengo disponibles (cuáles no)? ¿Qué juicios tengo sobre las emociones en general? ¿Qué juicios tengo sobre tal o cual emoción en particular? ¿Qué emoción me produce una determinada emoción (Ej.: me da tristeza sentir rabia o vergüenza sentir miedo, etc.)?

Al fin y al cabo, hace mucho que dejó de ser una doctrina incuestionable el que solamente “pensamos y luego existimos” y hoy esta consigna convive con muchas otras que validan cada vez más el mundo de las emociones. Desde el ejercicio del liderazgo, por ejemplo, es fundamental aprender a autogestionarse en muchos aspectos, incluyendo la relación que sostenemos con los demás, pero sobre todo, con nosotros mismos, de ahí que reconocer el mundo emocional que acontece a quien lo ejerce será, en gran medida, determinante en las acciones que lleve a cabo. Después de todo, emoción quiere decir “lo que me mueve a” o, en otras palabras, lo que me predispone. Entonces, si no logro conocer mi mundo emocional y conectarme con este, el riesgo es que mi actuar sea comparable al de una veleta, en la que el viento me mueve y me lleva a ir de un lado a otro, sin más control. En ese sentido, además, si desde ya validáramos el postulado del Dr. Daniel López Rosetti[2], respecto a que “no somos seres racionales, sino seres emocionales que razonan”, entonces ¿qué esperamos para ponernos manos a la obra y aprender desde ya a gestionar nuestras emociones como aquello que nos constituye?

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[1] Fernández, I. (2015). Felicidad Organizacional (1ª Ed.). Santiago: Ediciones B.

[2] Médico y autor del Libro “Emoción y sentimientos” (Editorial Ariel, 2018).

GESTIONAR EL MIEDO PARA CONVERTIRLO EN ALIADO

¿Cuántas veces has escuchado que “lo que te impide avanzar es el miedo”? ¿O que “El hombre que teme perder ya ha perdido”? ¿E incluso, que “el gran enemigo del hombre es el miedo”?

En diferentes propuestas acerca de las emociones, incluida la de Paul Eckman (en la cual se basó la famosa película “Intensamente” y la conocida serie “Lie to me”) y la de Susana Bloch (creadora del método Alba Emoting), se plantea el miedo como una emoción básica, lo que en términos simples quiere decir que existe en cada ser humano una estructura y ciertas funciones biológicas que se activan al sentir esta emoción. De este modo, podemos notar cómo al sentir miedo se activa el ritmo cardiaco, aumenta la frecuencia respiratoria, abrimos más los ojos y sudamos, entre algunas señales que dan cuenta de que nuestro cuerpo se está activando para responder a aquello que nos genera miedo. Se plantea también que las emociones son adaptativas y que cumplen un rol de conservación, es así que el miedo, por ejemplo, nos permite adelantarnos a posibles pérdidas, costos o daños, y con ello, nos permite además evaluar eventuales escenarios, preparándonos para actuar.

Sin embargo, el miedo es también una de las emociones que en muchas ocasiones denominamos de manera trivial como “negativa” y, por tanto, nuestra relación con este está determinada por la carga de dicho apellido y, en consecuencia, muchas veces cuando sentimos miedo, juzgamos que lo que estamos sintiendo no es bueno. Entonces, esperamos que no se nos note, que pase rápido e, idealmente, que no nos estuviese pasando. No obstante, aunque nos resistamos, querámoslo o no, el miedo es una emoción que, en mayor o menor medida, habitaremos a lo largo de la vida.

Al respecto, recuerdo que cuando empecé mi carrera como coach hice cosas nuevas que nunca antes me había imaginado que haría, de modo que en muchas oportunidades me sentí nerviosa y ansiosa, dos emociones vinculadas al miedo. En ese entonces, me había reinventado completamente, empezando prácticamente desde cero, por lo que me sentía permanentemente en la zona de aprendizaje, lejos, muy lejos de mi zona de confort. Además, tenía la expectativa de que “no debería sentir miedo” y, como si eso fuese poco, me había impuesto el peso de no permitírmelo porque pensaba (muy equivocadamente) que siendo coach “eso no me debería pasar”, lo que me hacía vivir esa experiencia aún más cuesta arriba.

Un día, en una reunión con mi jefe de ese entonces, con quien a menudo sosteníamos conversaciones de feedback, él me contó una historia a propósito de lo que me pasaba. Me dijo: “un samurái siempre siente algo de miedo antes de salir a escena y es gracias a esa emoción, que él puede adelantarse a su batalla y salir ileso”. Luego, agregó una sentencia: “el día que el samurái no sienta miedo, ese día morirá”. De alguna forma, ese relato me marcó y fue clave para lograr una relación más sana con el mundo emocional que acontecía en mi interior en ese periodo.

Mientras algunos temen a los insectos o a las alturas, otros temen a perder su trabajo, o a no lograr el ascenso por el cual han trabajado duramente. De este modo, nos damos cuenta de que miedos hay de todo tipo y que aprender a vivir con ellos, gestionándolos como cualquier otra emoción, es fundamental para sentirnos bien. Pese a esto, de alguna manera, hemos demonizado el miedo, negándole un espacio legítimo tanto en nuestra sociedad como en nuestros espacios más íntimos, negándonos también, con ello, la posibilidad de reconocer que sí lo sentimos y nombrarlo dignamente. Es así que frases del tipo: “no tengas miedo” o “es peligroso sentir miedo” están a la orden del día.

Sin embargo, lo que he aprendido en mi experiencia como coach es que el verdadero enemigo “del hombre” y, en consecuencia, de avanzar o de concretar nuestros sueños no es el miedo, sino nosotros mismos, quienes en presencia del miedo nos dejamos gobernar por este y, entonces, le cedemos demasiado terreno fértil permitiéndole que crezca y crezca, o bien, que hacemos un enorme esfuerzo por no sentirlo o disimularlo, haciendo “como si” todo estuviese bien, en vez de darle la justa atención y tiempo como para escuchar su valioso mensaje y actuar luego en consecuencia.

Hace algunos días, mi hermano me contó cómo al iniciar su formación como piloto sentía miedo por los aterrizajes, tanto así que terminó por bautizarlos como “aterrorizajes”. A su modo de ver, el aterrizaje era una de las etapas más complicadas del vuelo, sin embargo, sabía también que era parte inevitable de volar.

En nuestra conversación, él me contaba que vivió la etapa de sus primeros aterrizajes como la más angustiante en su formación, a la vez que me relataba cómo logró superarlo. Entre sus recuerdos, tenía vívidos algunos momentos como cuando veía el avión en la loza y sabía que se acercaba el momento de subirse y comenzar una nueva práctica de “aterrorizajes”. En ese entonces, la anticipación que experimentaba desde esta emoción, hacía que una voz en su interior rogara que sucediera algo o que por alguna razón externa a él no llegara el momento de despegar para no tener que enfrentarse luego al temido momento.

Sin embargo, él siguió adelante aun con miedo y poco a poco fue haciéndose consciente de cómo y cuándo sucedía y, así, logró paulatinamente gestionarse emocionalmente y, en el momento en que lo logró, no sólo conquistó su miedo sino también se conquistó a sí mismo.

Para algunos, la mejor forma de aprender es desde la experiencia, sin embargo, no nos alcanzaría la vida para experimentarlo todo, de ahí que creo posible aprender también de la experiencia de otros y dado eso es que les comparto este relato del que desprendo varios aprendizajes transversales a la emoción del miedo, que quiero compartirles en este artículo.

Lo primero es que desde esa experiencia en adelante, mi hermano aprendió a reconocer el miedo, a distinguir cómo lo sentía, a qué olía para él, qué efectos tenía en su juicio, en su cuerpo, qué le era posible hacer en presencia de esta emoción y qué no. La relevancia de aquello en la gestión de esta emoción es que, con todo eso, aprendió también a tomar conciencia de su mensaje y, una vez recibido, actuar con la claridad de haber elegido él su siguiente paso, en vez de que su miedo lo hubiese hecho por él. Porque, de haber sido este último el caso, probablemente hubiese decidido dejar de pilotear y, con ello, hubiese renunciado también a un sueño respecto al que en el futuro a menudo se hubiese preguntado ¿qué hubiese pasado si…? Con ese tono clásico de duda ante lo incierto, pero sobre todo, de reproche por no haber tenido el coraje de seguir adelante.

Otro aprendizaje que deduje de esa conversación, es que él pudo comprobar empíricamente que el miedo siempre adelanta algo y que ese algo no es algo real aún, sino que es sólo una posibilidad entre muchas y, si bien, algunas posibilidades son más probables que otras, al estar en el futuro y no haber sucedido todavía siempre tenemos algún grado de influencia en poder cambiar ese futuro.

En relación a lo anterior, otro paso para gestionar el miedo es preguntarnos: ¿qué tan posible es esto que me adelanta? ¿Será tan así? ¿En qué escenario podría suceder aquello? ¿Qué medidas es necesario tomar para cuidar lo que quiero cuidar? Después de todo, estrellarse y volar en mil pedazos era una posibilidad dentro de los cientos escenarios posibles en un aterrizaje y, si bien al principio el “aterrorizaje” era uno de los escenarios más presentes para mi hermano, en su interior, cuando se detenía a evaluar la situación, sabía que existían mecanismos de control suficientes y que la probabilidad en términos estadísticos de que el escenario que ocurría en su mente ocurriera también afuera, era más bien bajo. De este modo, posicionarnos como buenos intermediadores para gestionar una adecuada conversación entre nuestro mundo cognitivo y nuestro mundo emocional, sin invalidar ninguno de los dos, nos permitirá tomar decisiones más asertivas. En este caso, escuchar la conversación entre su miedo, que le advertía acerca de posibles pérdidas (las cuales eran concretas y reales) y su mundo cognitivo, que le permitía observar que, si bien ese escenario era una posibilidad, había mucho que estaba adecuadamente bajo control y que existían tanto barreras duras y blandas que impedían que ese escenario se concretara, le permitió sostener la decisión de seguir adelante.

Lo último (pero no por eso menos importante), es que nos hacemos un flaco favor al concebir las emociones, cualquiera que sea, como “positivas” o “negativas”, porque si bien algunas nos gustan y acomodan más que otras, cada una tiene un propósito. Es así que no es la emoción misma la que puede generar un impacto negativo en nuestras vidas, sino la relación que tenemos con estas y cómo las canalizamos. En relación al miedo, por ejemplo, existen quienes “se dejan” inundar por esta emoción y entonces se quedan inmovilizados, llegando a actuar de manera acobardada. El caso contrario es de quienes, desconectados del miedo, no advierten su mensaje y, en consecuencia, actúan temerariamente, pudiendo incluso llegar a poner en riesgo su propia vida y la de otros.

De este modo, podríamos reforzar la célebre frase de Nelson Mandela que dice “el coraje no es la ausencia de miedo, sino el triunfo sobre él. Valiente no es quien no siente miedo, sino aquel que conquista ese miedo”, relacionándose con este de manera equilibrada y ecuánime, escuchando su mensaje y actuando consiente de su presencia.

Entonces, ¿cuáles son tus “aterrorizajes”? ¿A qué le temes? ¿Cómo te relacionas con tus miedos? ¿A dónde te llevan? ¿Qué posibles pérdidas o daños te adelanta? ¿Qué tan real es esa posibilidad? ¿Cuán disponible tienes gestionar tus miedos? ¿Cuánto te gustaría aprender a hacerlo?

Si quieres aprender a gestionar tus emociones, incluido el miedo, pero no sabes cómo lograrlo, te invito a contactarme en el correo anunez@thegeniuschoice.com

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OBSERVARSE EN EL PRESENTE CON LA SABIDURÍA QUE NOS REGALA EL TIEMPO

¿Te ha pasado que al ver una foto antigua tuya te dijiste “wow, qué bien me veía”? ¿O que te encontraste preciosa aunque en ese momento no hayas creído que lo fueras?

Hace unos días, leyendo un libro que me tiene atrapada, la autora relataba cómo una mujer que tras decidirse a hacer un cambio en su vida había ganado un concurso de extreme makeover que le había permitido verse 10 años menor. El impacto había sido tal, que se había decidido a dejar a su esposo y a comenzar una nueva vida, hasta que “entró en razón”.

Por alguna causa extrapolé este relato a algunas experiencias que he escuchado narrar a muchas mujeres en relación a cómo reinterpretaron en el presente la imagen que tenían de sí mismas en el pasado y cómo hoy el tiempo les regala cierta cuota de lucidez y de ternura consigo mismas que les permite la posibilidad de mirarse de una manera más apreciativa, promoviendo en ellas una mejor autoestima.

Hace unos años, me marcó el relato de una antigua colega que contaba cómo a lo largo de su vida y desde muy joven había luchado con algunos kilos que ella consideraba tener de más, así como con la sensación de no sentirse bonita. Durante su adolescencia, su autoestima era baja y, por lo general, su percepción de sí misma nacía desde la rigurosidad, la exigencia  y la brecha, lo que le impedía ver toda la belleza que había en ella.  También me relataba que, con el paso de los años, había notado que cada vez que encontraba una foto suya de años atrás se daba cuenta de lo guapa que era y lo linda que se veía, incluso, en muchas ocasiones se percibía radiante. Esta antigua colega, que con el tiempo se transformó en mi amiga, me contaba también que al darse cuenta de este fenómeno, había tomado conciencia, además, de que si bien su figura era prácticamente la misma de la actualidad, lo que había cambiado era la disposición y la madurez con que se miraba, así como la distancia que podía tomar de ella misma. De este modo, cada vez que en el presente se percibía gorda, fea o lo que fuera, se invitaba a sí misma a observarse de nuevo con los ojos que había aprendido a mirar desde la distancia del tiempo.

Escucharla encendió una mirada crítica en mí acerca de mi propia forma de observarme, abriéndoseme desde entonces, con su relato, la posibilidad de una mirada más compasiva (es decir, con más ternura y amor) hacia mí misma. Fue así que un día revisando algunas fotografías en las que aparecía yo años atrás tomé conciencia de que estaba encarnando el mismo fenómeno que mi amiga me había relatado hace un tiempo. Entonces, no sé si se generó un sesgo en mi foco atencional o qué, pero poco a poco y cada vez más fui conociendo a más mujeres cuyos relatos tenían en común que en algún momento de sus vidas se habían aproximado a sí mismas desde la exigencia, la perfección, los -muchas veces- inalcanzables estereotipos y tantos estándares impuestos desde afuera, lo que les había impedido mirarse en aquel minuto presente y ahora pasado, con amor y, por tanto, se habían perdido de percibir la belleza propia que cada una tenía, con los cuerpos perfectos que allí estaban y con todo eso propio y natural de cada una de ellas, siendo las hermosas mujeres que sin duda son.

En relación a ello y volviendo al caso de la mujer del extreme makeover, me pregunto: ¿qué habrá pasado en su interior, que tras percibirse distinta quiso intentar hacer algunos cambios radicales en su vida? ¿Será que una imagen distinta de sí misma le permitió cambiar también la relación con sus sueños? En tal caso, si aquello fuese lo que sucedió, creo necesario distinguir que para lograr dicha conexión no necesariamente debes cambiar por fuera, pero sí es fundamental cambiar lo que sucede dentro de ti, porque incluso ante la cirugía más profunda, si no tenemos la capacidad de apreciarnos y valorarnos, probablemente nuestra sed de una imagen distinta no cambiaría.

De muchos de los relatos que me regalaron estas admirables mujeres que me inspiraron a escribir, e incluso mi propia experiencia, desprendo que esta toma de conciencia permite mirarse en adelante desde un lugar más apreciativo y amoroso con nosotras mismas, y es que quién quisiera volver a esperar a que tuviesen que pasar nuevamente 5 o 10 años para darse cuenta de lo hermosa que es, de lo fuerte y maravilloso que es su cuerpo, o tomar conciencia y enamorarse ya sea de su delgadez o de sus entornadas curvas, recién con el paso de los años, sin haber sido capaz de apreciar y disfrutarlas en el minuto presente, sino sólo en retrospectiva, cuando se juzga que “ya no es edad” para usar una minifalda, un escote profundo, ropa ceñida o lo que sea que se quiere llevar puesto. Al contrario, hoy, el impulso de la propia conciencia mueve a estas mujeres para darse ese permiso que les faltó en el pasado y usar aquí y ahora esa tenida animal print que ha sido su placer culpable por tanto tiempo, o bien, salir a cara completamente deslavada, o por el contrario, pintarse muy rojos los labios sin importar llamar la atención ya que saben que aunque hoy no estén muy convencidas de hacerlo, más que porque no quieran, porque no se atreven, en diez años más se preguntarán ¿por qué no lo hice? y, entonces, estarán arrepentidas de haberse guardado en el clóset, en vez de haber aparecido radiantes, hermosas y seguras para el mundo, pero sobre todo, para sí mismas.

Entonces, te invito a buscar una fotografía antigua tuya, observarla con ternura y preguntarte: ¿qué no viste de ti en ese entonces y que hoy valoras? ¿Qué dejaste de hacer dado cómo te juzgabas? ¿De qué te arrepientes hoy que quisieras cambiar hacia adelante? ¿Qué pasaría si fueses en busca de aquello que sueñas ahora mismo?

El tiempo nos regala cierta madurez y cordura y también un grado de conciencia que, en muchos casos, nos permite valorar de manera distinta lo importante. Es con esa mirada, tengas la edad que tengas, que te propongo observar: ¿desde dónde te juzgas, desde la exigencia o desde el amor hacia ti misma? ¿Qué juicios tienes de ti hoy, que te gustaría desafiar? ¿Qué pensarías de ti misma si te estuvieras observando con tus ojos en 10 años más? Después de todo, estoy segura de que no querrás esperar una década para descubrir que eres hermosa así tal cual eres.

Si quieres aprender a observarte con nuevos ojos y con ello regalarte la posibilidad de lograr una mejor relación contigo misma y con el mundo, pero no sabes cómo lograrlo, te invito a contactarme a anunez@thegeniuschoice.com

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CÓMO PEQUEÑOS CAMBIOS EN TU LENGUAJE TE PERMITEN MEJORAR TU REALIDAD

Cuando te refieres a la vida, ¿dices que luchas o que la vives? Cuando hablas de situaciones, ¿te refieres a que las enfrentas o que las abordas? En relación a tus quehaceres, ¿dices que tienes o que quieres hacerlos? Cuando das tus puntos de vista, ¿te propones convencer o seducir a tus interlocutores? Por último, en tu vida, ¿se te presentan desafíos u oportunidades?

Pueden parecen cambios pequeños e incluso muchos de estos imperceptibles, sin embargo, las palabras que usas marcan una diferencia significativa en cómo te relacionas con tu entorno y con tu propia vida. En mi experiencia como coach, usar una u otra expresión marca una importante diferencia en la vida de quienes hacen estos (aparentemente) sutiles cambios.

¿Alguna vez has escuchado que el lenguaje genera realidad o que existe un cierto poder en declarar tal o cual cosa? ¿Cuánto sentido te hace aquello? A mí me costó mucho llegar a comprenderlo, no obstante, cuando logré hacerlo mi mundo cambió considerablemente.

Desde niña, mi padre me decía: “no te preocupes por lo que entra por tu boca, sino por lo que sale de ella” y, si bien siempre me enseñó a cuidar ambas acciones, hacía un énfasis especial en la importancia de nuestro lenguaje, enseñanza cuyo poder vine a entender recién hace un par de años atrás.

Por un lado, Bernard Roth, profesor de la Universidad de Stanford y autor del libro “The Achievemente Habit” (“El Hábito de los Logros”), plantea que nuestra forma de hablar impacta en nuestro comportamiento y que al hacer pequeñas modificaciones en cómo nos expresamos podríamos aumentar nuestro desempeño y contribuir a superar obstáculos. Su planteamiento está basado en la neurociencia y se fundamenta en cómo nosotros mismos percibimos aquello que decimos y nos vamos “programando” en función de ello.

Por otro lado, Rafael Echeverría, en su libro “Ontología del Lenguaje”, se refiere no solo a la capacidad descriptiva del lenguaje, sino también a la de generar un mundo nuevo a partir del poder que tienen las declaraciones para abrir o cerrarnos ciertas posibilidades. Hoy, en mi ejercicio como coach ontológico integral, soy una convencida de que, tal como señala este autor, “el lenguaje genera realidad”[1], y que no es inocente usar una u otra forma de expresarnos, ya que nuestro lenguaje da cuenta del mundo en que vivimos, pero no sólo eso, sino que también aporta en su creación.

¿Se te cayó o lo botaste? ¿Te pasó o hiciste que sucediera? ¿Ellos te hicieron eso o tú lo permitiste? ¿No podías decir que no o no supiste como hacerlo? ¿No pudiste ir al cumpleaños o quisiste, mejor, quedarte a descansar? Al respecto, ¿qué escuchas de una u otra manera de expresarnos? ¿Qué influencia tuviste en que aquello pasara?

Como ves, con ciertas declaraciones tenemos poder y con otras no; en algunas ponemos la atención dentro de nosotros mismos y en otras la fijamos afuera (donde tenemos menos poder); con ciertas expresiones nos posicionamos como víctimas de la vida y las circunstancias, mientras que en otras lo hacemos desde el protagonismo. Es así, también, que en algunas formas de referirnos nos disponemos a interactuar con el mundo como si fuera un lugar hostil, lleno de pérdidas y peligros, mientras que con otras nos aproximamos e interactuamos con este desde una mirada apreciativa en la que vemos (y está) lleno de posibilidades. Es a propósito de esto que quiero compartir cómo este aprendizaje ha marcado mi propia vida.

Siempre que escribo me pasa que no sé exactamente qué recuerdos e historias se me aparecerán en el camino. En este caso, mientras escribía con el firme propósito de acompañar a otros a entender el poder que tiene nuestro propio lenguaje para crear un mundo u otro, se me vino el recuerdo  de una frase que usé por mucho tiempo desde mi dificultad para ver el impacto de mi propio mundo declarativo y cómo me daba explicaciones tranquilizadores para seguir una deriva con la que no estaba conforme ni feliz. La frase a la que me refiero dice relación con mi incapacidad, en ese entonces, para darme el regalo de vivir mi vida laboral como yo la soñaba y, en cambio, emplearme una vez tras otra en algo que no me llenaba el alma, explicándomelo como que “había un brazo invisible que me llevaba a emplearme”.

Trabajando como Ingeniero sentía que tenía mucha suerte porque, pese a que jamás postulé a una oferta laboral, nunca me faltó trabajo. Al contrario, siempre me llamaban con una u otra propuesta y, tras participar en el proceso de reclutamiento y selección, finalmente quedaba. Muchas personas a mi alrededor concebían esos trabajos como muy buenas oportunidades; sin embargo, no eran trabajos alineados con mis sueños y mi forma de concebir la vida. Es así, que eso que antes miraba como suerte, de lo cual -aclaro- estoy muy agradecida, lo interpreto hoy como la consecuencia de falta de protagonismo en mi propia vida.

Crecí en una familia en la que vi a mis padres reinventarse una vez tras otra y, dado eso, conocí las ventajas de ser independiente, pero también me familiaricé con ciertas fragilidades que experimenté en ese escenario. De ahí que creo que una parte de mi alma se aferraba a la independencia, mientras que otra buscaba lo firme y estable.  Así fue como por mucho tiempo quise emprender y reinventarme laboralmente, pero no me atrevía realmente.

Cuando por fin me había decidido a hacerlo (y aclaro desde ya que hay una diferencia significativa entre decidirse y hacerlo realmente), declarando que seguiría un camino laboral distinto al que había llevado hasta entonces, pensé en dar un salto por lo que postulé a un capital semilla que finalmente me adjudiqué y de este modo sentí que ¡por fin tenía todo listo!

Sin embargo, en el transcurso de esos días me llamaron para ofrecerme un nuevo trabajo en lo que solía hacer y acepté ir a la entrevista para ver qué pasaba, porque no me atrevía realmente a rechazarlo a priori, ya que en ese entonces no sabía sostener los potenciales costos que tiene un “no” (aunque tampoco a vivir la libertad que nos regala esa poderosa declaración). Además, tenía muchos miedos, como a que mis seres queridos me juzgaran de tonta o “mal agradecida” por no aceptar “tan buena oportunidad” y, en vez de eso, optar por un camino incierto en el que podía fallar.

Así fue como llegué a entrevistarme con el gerente del proyecto. Mi estrategia para no tomar el trabajo era pedir condiciones sobre mercado para que ELLOS me dijeran que no, así que estando allí establecí todas mis condiciones y, pese a eso, me dijeron que sí. Entonces, no tenía cómo explicarme de manera protagonista y consciente porqué estaba tomando un camino si mi corazón quería ir por otro y, recuerdo, que fue en ese momento que estrené aquella grandilocuente frase y me dije que “un brazo invisible” me llevó de vuelta al mundo que se supone no quería.

Escribir esto me da conciencia de cómo me posicioné en esos momentos como víctima  de las circunstancias y de lo desempoderada que me dejé a mí misma tras decirme aquello. Asimismo, me doy cuenta de mi incapacidad de ver ciertas cosas de mí misma y de mi dificultad de tomar las riendas de mi propia vida en ese momento.

De este modo, hoy mirando en retrospectiva, me pregunto ¿qué hubiera pasado si en ese entonces hubiese sido capaz de darme cuenta, por ejemplo, de mi incapacidad para decir no, de mi dificultad para reconocer y gestionar mis miedos y mis resistencias al cambio? ¿Qué hubiese pasado si hubiese podido escuchar la lucha que se batía en mi interior entre mi amor por la independencia y mi miedo a la inestabilidad? Tal vez -estoy elucubrando- me habría sido posible hacerlas conversar y ponerse de acuerdo. También, me pregunto ¿qué hubiera pasado si a aquello que yo llamaba “suerte” lo hubiese podido nombrar con dignidad y valentía como “las consecuencias de mi profesionalismo”, dándome con ello el mérito respecto a mi propio trabajo en vez de dejarlo sólo a las circunstancias? ¿O si en vez de haberme explicado aquello del brazo invisible hubiese dicho “me cuesta decir no” y aún no tengo las agallas de tomar el camino de la independencia?

Puede que incluso hubiese tomado las mismas decisiones y acciones que tomé y me hubiera empleado, pero lo que estoy segura que hubiese cambiado era cómo me sentía y el camino que tomé hacia adelante. En ese entonces, recuerdo, tenía una sensación de pesadez, de pequeñez e incluso de esclavitud y hoy entiendo que esa es la sensación que acompaña el tomar el lugar de víctima para habitar desde la resignación. Si bien yo había elegido, no lograba anclar en mí la sensación de elección y actuar en consecuencia. Fue así, que me expliqué la vida desde afuera en vez de hacerlo desde adentro, diciéndome que “existía un brazo invisible que me movía” como si yo fuese apenas la marioneta que un gigante movía a su antojo.

En cambio, me podría haber dicho, por ejemplo, “decido esperar un poco más antes de dar este nuevo paso” o “elijo darme algo más de tiempo porque aún no me siento preparada”, o tal vez, me podría haber preguntado ¿qué de mí me retiene en un empleo fijo en vez de emprender? ¿Qué de mí me limita? ¿Para qué me aferro a un trabajo que no me gusta? ¿Qué estoy cuidando con los pasos que doy (o no doy)? O, al revés, ¿qué estoy descuidando con estos pasos?

Pero sé que esto que planteo es un mero juego retórico, porque tengo la convicción de que momento a momento cada ser toma la mejor decisión que pudo tomar, así como estoy convencida también de que el poder escuchar nuestras disonancias cognitivas y emocionales, entre probablemente muchas otras razones que habitan nuestro subconsciente y nos limitan, puede abrirnos un mundo de posibilidades que nos permiten elegir en mayor conciencia y protagonismo las decisiones y acciones que nos llevarán paso a paso a caminar por la vida que queremos.

Sin embargo, todos tenemos, en mayor o menor medida, algo de ceguera cognitiva, un espacio desde el cual no podemos ver ciertos aspectos de nuestro propio ser y es tanto así que, incluso, estamos limitados desde la biología y no podemos vernos la espalda sin la ayuda de alguien o algo más. Fue así que mi ceguera de ese entonces me impedía darme cuenta de cómo a través de mi propio lenguaje estaba contribuyendo a crear mi propia realidad (fuese o no la realidad que yo quería).

Hoy, convencida del poder generativo de nuestro lenguaje, creo que el gran desafío consiste en estar lo suficientemente atentos y conscientes para darnos cuentas de si nuestra palabra aporta a construir el mundo que queremos para nosotros o no e, idealmente, ir incluso un paso adelante, eligiendo momento a momento una forma de hablar que nos empodere y contribuya a la construcción de los pilares para vivir día a día la vida que queremos.

Entonces, ¿“se te escapó de las manos” o “lo soltaste”? ¿“Vas a tratar” o “lo vas a hacer”? ¿“No puedes” o “no has podido aún”? ¿Es “esto o lo otro” o “esto y lo otro”? ¿“Te gustaría, pero tienes miedo” o “te gustaría e irás por ello aun con miedo”?

Ahora que ya sabes cómo tu lenguaje impacta en la realidad que vives a diario, ¿de qué te das cuenta? ¿Tú lenguaje te empodera o desempodera? ¿Qué cambios quieres hacer? ¿Qué te dirás de ahora en más y cómo describirás tu vida, tu mundo, los sucesos, etc.?

Si quieres generar cambios significativos en tu vida empezando por cambiar tu lenguaje y no sabes exactamento cómo hacerlo, te invito a contactarme en el correo anunez@thegeniuschoice.com

 

[1] Echeverría, R. (1994). Ontología del lenguaje (6ª Ed.). Santiago: JC Sáez Editor.

“REINTEGRARSE AL MUNDO LABORAL DESPUÉS DE LA MATERNIDAD, UN TRIPLE TRIUNFO”

Este último periodo de mi vida ha estado marcado por el movimiento, el cambio, la reconexión y la búsqueda. En mayo anuncié que estaba de vuelta en el mundo laboral tras un año fuera de las pistas, dedicada a tiempo completo a la maternidad como mamá primeriza. Desde entonces se han abierto muchos desafíos para mí, como aprender a gestionar el tiempo y a conciliar mi vida desde nuevos roles, relacionarme con la nueva mujer que estoy siendo, equilibrarlo todo para lograr cuidar lo que me importa y tanto más.

El viernes pasado terminé un proceso de profundización en mi formación como coach para lograr la Certificación en competencias avanzadas como coach ontológico integral. Un desafío que estuvo lleno de aprendizajes, emociones de todo tipo y la compañía y la presencia de mi propio coach. Sí, mi propio coach.

Parte importante de nuestro trabajo como coaches es vivir nuestros propios procesos, aprender desde la práctica, entender lo desafiante que es querer cambiar, lo duro que es reconocer nuestras propias heridas como primer paso para sanarnos, crecer y desplegar todo nuestro potencial al servicio de nuestro ser. En fin, vivir nuestros propios procesos de transformación es fundamental para la vida y los coaches no estamos libres de ello. Por el contrario, nos resulta casi obligatorio.

Si hiciéramos la analogía con una organización, ser coach y a su vez  coachee (quien recibe coaching), es como empezar una carrera profesional de cero para conocer la operación desde dentro, ser junior, operario, supervisor, etc., antes de llegar a ser gerente. Así, siendo gerente, tener presente siempre ese camino. Es por esta razón que los coaches no terminamos nunca de graduarnos de coachees, manteniendo permanentemente el lugar de aprendiz.

Volver tras este año de “receso”, salir de mi guarida, mi refugio y, a veces, mi cueva no fue fácil y el miedo fue una de las emociones que más me acompañó. Sin embargo, el miedo tiene varias aristas y una de ellas es el coraje.

Como anécdota, recuerdo que a los tres meses de vida de mi bebé yo no podía creer que hasta hace muy poco ese era el plazo legal para que las madres estuvieran con sus hijos. Luego, a sus seis meses de nuevo tuve esa sensación y me fue imposible desprenderme de su lado. Fue así hasta que luego de un largo rato conociéndonos, mirándonos a los ojos y sintiéndonos mutuamente, recién comencé a sentirme lista (o a obligarme a estar lista) para “regresar al mundo”. Eso fue a sus 38 semanas de vida, es decir, aproximadamente nueve meses, el mismo tiempo que permaneció en mi panza. Me puse entonces a la tarea de encontrar a alguien que me inspirara la confianza suficiente para delegarle, en cierta manera, el cuidado de mi pequeño cachorro humano, ya que en Santiago mi marido y yo no contábamos con redes de apoyo. En ese buscar encontré a alguien para que me apoyara 20 horas a la semana. Ella pasó a ser la tercera figura de apego para mi hijo, después de su papá y de mí. A ella le agradezco infinitamente el apoyo, su presencia y sabiduría, pero sobre todo, el acompañarme de mujer a mujer.

De este modo, una vez que sentí que ella y mi hijo se habían afiatado, en mi corazón hubo menos angustia por nuestra separación y más confianza y me animé a anunciar públicamente mi regreso al mundo laboral. Un mes antes, en una especie de preparación, había comenzado a estudiar de nuevo.

Aprender ha sido en mi vida una de mis mayores pasiones y eso me ha permitido abordar mi trabajo con impecabilidad y profesionalismo, pero, sobre todo, me ha permitido crecer como ser humano y reinventarme varias veces en la búsqueda de mi pasión, hasta encontrar mi Ikigai (aquello por lo que nos despertamos cada día) en el coaching. Hoy, finalizando este proceso de aprendizaje intenso y a tres meses de haberme reincorporado al mundo laboral, me doy cuenta de que estar de vuelta en estos espacios ha sido el logro de un triple triunfo.

Desde lo laboral, ha sido la conquista de nuevos espacios y el sostenerme en alto durante “la siembra”, ya que había pensado que bastaba con anunciar mi regreso para comenzar a cosechar, lo cual no ha sido así. Volver ha implicado comenzar, de alguna forma, de cero, volver a activar mis redes dormidas, a construir confianza de la profesional que soy y a demostrar que estoy vigente, más vigente que nunca.

Como mamá ha significado aprender a confiar en otros e incluso, a su temprana edad, a confiar en mi hijo. Confiar, por ejemplo, en que estará bien, que es un pequeño flexible y adaptable, regalándole así la posibilidad de que conozca muchas formas de hacer lo mismo y no solo la mía como la única forma correcta.

Como madre ha significado también reinterpretar lo que había aprendido acerca de este rol, pasando del sacrificio al sentido y a la trascendencia, asegurándome en mi fuero interno de que mi hijo no estuviese siendo una excusa para dejarme estar, sino una buena razón para ser mejor. Asegurarme también, con ello, de no poner en él la mochila de mi propia postergación. Por el contrario, regalarle la libertad y las alas de mi realización.

Desde una mirada aún más amplia, todo este proceso me ha regalado una nueva experiencia de vida, una oportunidad de crecer y de comprometerme aún más con la vida que quiero para mí y para otros como seres humanos que somos. Hoy, tras todo este camino, siento que he ganado vida y que la vida ha ganado conmigo. Me siento dispuesta a contribuir al mundo desde mis conocimientos, mi experiencia, mis luces y mis sombras. Es decir, desde todo mi ser.

Es así que este retorno ha significado un triple triunfo, como mujer profesional, como madre y como el ser humano que soy, desde el cual puedo decir: “Vida, aquí voy de nuevo”.